La lavandera
Henri Toulouse Lautrec 1884 1888
Henri Toulouse Lautrec 1884 1888
Quería ser una mujer marcada. Las palabras sonaban bien; las masticaba despacio con el sabor de Elizabeth Taylor en La gata sobre el tejado de zinc en el paladar. Un sabor a alcohol, pasión, dolor y pérdida, sabor a haber amado, haber vivido. Quería ser una mujer marcada, quería ser Humphrey, Humph como Rick, y esperar en mi bar a que ella, de entre todos los bares del mundo, eligiera este, precisamente este y volviera a mi lado. Llevar con orgullo la enseña de no haber dejado nunca de amarle, de ser capaz del amor más profundo, más constante, más doloroso. Me decían que siguiera adelante, que me recuperaría, y a mí me daba igual, me sonaba a traición, e incluso tuve que reconocer delante del hada que en el fondo no deseaba recuperarme. Ese dolor era un tesoro, mi marca, y lo conservaría hasta que ella volviera a entrar en el bar.
Quería ser una mujer marcada pero en esta noche de insomnio me gustaría que no hubiera cicatrices, me gustaría amar con la inocencia de los veinte años, la inocencia del primer amor y creer que esto durará para siempre. Oigo la suave respiración del pequeñajo dormido, confiado en el sueño a pesar de mi presencia inquieta en la habitación que coge el periódico, un libro o se pone a teclear en el portátil a su lado. Para siempre. Palabras absurdas y extrañas, ya nadie piensa en esas cosas, se impone el presente, el futuro inmediato. El mismo pequeñajo me lo repite constantemente. No sé por qué tengo esa manía de anticipar el desastre, de querer asegurar lo incierto. Esta noche quisiera no tener marcas, llevar una venda en los ojos y creer que el pequeñajo seguirá aquí el año que viene. Y quizás el otro. Y el otro. Que seremos felices y comeremos perdices.