miércoles, septiembre 22, 2010

Tomando la luna llena (poema tonto)


Luna lunática

Conviérteme en bestia

Que ni razona ni piensa.

Luna lunera

Hazme de piedra

Que ante el fracaso no se arredra.

Luna llena

Llévame contigo

Al país de plata

Donde el dinero no manda.

Luna madre

No abandones a esta hija de la Tierra

No la dejes sola en su espiral secreta.

Tiene miedo del futuro

Del presente no vivido

Del pasado ya perdido.


Luna lunática

Haz que enloquezca.

domingo, septiembre 12, 2010

La llegada a la habitación 105

Erwin Olaf

Llegué a este hotel por casualidad. Un curso en una pequeña ciudad de provincias, una búsqueda rápida en la web, reserva via e-mail; y ahí estaba yo, con la maleta en la mano y una libreta por estrenar; Moleskine negra, por supuesto. El hotel era pequeño, pero tenía cierto encanto desvencijado, casi como el que se percibe en la atmosfera de La Habana. Un edificio antiguo en el centro histórico y gente amable en la recepción que me dieron la llave de la habitación 105 y me indicaron un lugar bueno y barato para comer. Estaba deseosa de empezar mis clases: Taller de Novela Negra, no es que fuera uno de mis géneros favoritos, pero ibámos a hablar de libros y a escribir, ¿qué más podía pedir? ¿En qué otro lugar podía esconderme?


De la habitación del hotel de Hopper
Daniel Torres

Las cosas en casa se habían torcido de un modo que se asemejaba demasiado a la ruptura. De hecho se trataba de eso, de una ruptura, pero yo aún no lo había asimilado. No entendía nada: ¿por qué iban a separarse dos personas que se quieren? Creía que lo podría arreglar, pero nadie puede reconstruir una copa de cristal rota y además recoger el vino derramado. Y el vidrio de esta copa parecía, pese a las apariencias, ser de los más delicados, de aquellos que tiene los bordes más punzantes y te dejan sangrando cuando tratas de recoger un pedazo del suelo. Sea como fuera, llegué a aquel hotel con el corazón rasgado, dolor en el pecho y un ambicioso plan que consistía en sobrevivir. Sumergirme en el mundo de los libros y olvidar la realidad por unos días.

El curso sobrepasó con creces todas mis expectativas. Hablábamos de literatura real, de mitos, de los orígenes de las historias. Me emocionaba. Después de cada clase nos acercábamos a un bar de la zona a pedir unas cervezas y seguir con la conversación, como si no quisiéramos que la clase terminara jamás. Pero el grupo acababa dispersándose y llegaba la hora de volver al hotel sola, a mi pequeña habitación, la 105, tomarme las pastillas que me desconectarían de la realidad y abandonarme a un sueño sin sueños. Sobrevivir a la noche y a la soledad con ayuda de las recetas de mi médico de cabecera. Había decidido seguir adelante y la única manera de hacerlo era no quedarme despierta por la noche e impedir que mi mente se dejara arrastrar por la espiral. Hubiera sido muy fácil tomar el lado oscuro: en lugar de una o dos pastillas, tomarme todo el bote y sumarle, los diazepán, quizás también los antidepresivos. Y se acabaron las luchas y los sueños fracasados, ya no sentiría que era una decepción para nadie. Me tildarían de cobarde, pero ¿qué le importa eso a un muerto? Todo habría acabado. Dejaría de estar en guerra conmigo misma.

Pero no, no iba a tomar ese camino, estaba decidida a luchar y a vivir en el fuego sin quemarme. Quería vivir el futuro, no pensaba perderme nada, así que cada día me armaba para enfrentame a la mañana y cada noche, las píldoras me protegían de mis ansias de liberación.
La llamada se produjo la tercera noche.

sábado, septiembre 11, 2010

El hombre de la 104

Habitación con dos ventanas
Ken Currie 2004

El hombre murió en la habitación 104. Lo encontró el recepcionista, no respondía a sus llamadas, entró con la llave maestra y allí estaba él, tendido sobre la cama. Trató de despertarle pero el cuerpo, dijo, ya estaba frío, muy lejos de allí. Pocos minutos después el gerente ya se había vestido y estaba al mando de la situación. Vió el cuerpo, parecía dormido. No quiso mirar más y llamó a la policía. La noche anterior habían estado charlando un rato. El hombre había pedido un par de copas y le había contado lo mal que iba todo, que su madre le había demandado, que le acusaba de golpearla, pero que nada de ello era cierto, que su madre estaba enferma y que todo era una mierda. El gerente, como los barmans de las películas, contestaba con monosílabos y decía que sí a todo, que las cosas estaban fatal. Poco después el hombre subió a la habitación. Y de allí, ya lo sacó la policía. El gerente se sintió un poco culpable, quizás debía haberle dicho algo, quizás una palabra de consuelo hubiera hecho que la noche terminara de otra manera. Había pastillas en la mesilla de noche, me cuenta el gerente, pero no quiso fijarse más. No sabe si fue un accidente o la mezcla había sido planificada. Sea como fuera, el hombre de la 104 ya no cuenta sus penas a nadie. Cada vez que paso por delante de la puerta, creo ver su fantasma tendido en la cama. Siento el agobio que le oprime el pecho, un par de tragos más de güisqui para hacer pasar esas pastillas que le ayudarán a dejar de pensar. Una pastilla más para olvidar a la loca de su madre. Un trago directo de la botella para olvidar que no sabe cómo pagar sus deudas. El resto de pastillas para no pensar en su sexualidad no aceptada, en el fracaso de su vida. Y de pronto ya no está allí. El hombre de la 104 se ha deslizado en un sueño del que ya no despertará. Descanse en paz.