Ken Currie 2004
El hombre murió en la habitación 104. Lo encontró el recepcionista, no respondía a sus llamadas, entró con la llave maestra y allí estaba él, tendido sobre la cama. Trató de despertarle pero el cuerpo, dijo, ya estaba frío, muy lejos de allí. Pocos minutos después el gerente ya se había vestido y estaba al mando de la situación. Vió el cuerpo, parecía dormido. No quiso mirar más y llamó a la policía. La noche anterior habían estado charlando un rato. El hombre había pedido un par de copas y le había contado lo mal que iba todo, que su madre le había demandado, que le acusaba de golpearla, pero que nada de ello era cierto, que su madre estaba enferma y que todo era una mierda. El gerente, como los barmans de las películas, contestaba con monosílabos y decía que sí a todo, que las cosas estaban fatal. Poco después el hombre subió a la habitación. Y de allí, ya lo sacó la policía. El gerente se sintió un poco culpable, quizás debía haberle dicho algo, quizás una palabra de consuelo hubiera hecho que la noche terminara de otra manera. Había pastillas en la mesilla de noche, me cuenta el gerente, pero no quiso fijarse más. No sabe si fue un accidente o la mezcla había sido planificada. Sea como fuera, el hombre de la 104 ya no cuenta sus penas a nadie. Cada vez que paso por delante de la puerta, creo ver su fantasma tendido en la cama. Siento el agobio que le oprime el pecho, un par de tragos más de güisqui para hacer pasar esas pastillas que le ayudarán a dejar de pensar. Una pastilla más para olvidar a la loca de su madre. Un trago directo de la botella para olvidar que no sabe cómo pagar sus deudas. El resto de pastillas para no pensar en su sexualidad no aceptada, en el fracaso de su vida. Y de pronto ya no está allí. El hombre de la 104 se ha deslizado en un sueño del que ya no despertará. Descanse en paz.
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