
Richard Redgrave 1842
Creí que el episodio de las pastillas me traería algo bueno. Pero en cuanto volví a Valencia, llegó la noche. Me quedé sola y volvió la desesperación. Sentí la necesidad urgente de actuar, de hacer algo para cambiar las cosas y lo único que se me ocurrió fue llamar a mis padres. Le expliqué a mi madre lo que había pasado, le dije que era desgraciada, que no tenía claro nada, que no sabía qué hacer con mi vida, que todo era una mierda... Poco después vinieron a casa. Yo estaba acostada y mi madre entró en la habitación, se sentó en la cama y me preguntó cómo estaba. Lloré y lloré, la abracé, traté de explicarle mi tristeza, pero me sentía ridícula y absurda haciéndolo. Culpable de haberles hecho venir, de haberles preocupado. Culpable, estúpida, culpable por todo. Mi madre me dijo que me fuera con ellos y al día siguiente cogí unas pocas cosas y me vine aquí. Mi hermano, con quien compartía piso, no me preguntó por qué me iba y yo tampoco le dije nada. Creí que al irme, al salir de esa inercia pegajosa que me paralizaba estaba dando un paso hacia adelante, que podría hablar con ellos, cambiar nuestra manera de comunicarnos... pero no he sido capaz. Ellos tampoco lo han intentado. No son esas las maneras en mi família. Nosotros nunca hablamos.
No sé cuánto tiempo ha pasado, más de un mes, creo y nada cambia. No sé qué hago aquí, y tampoco sé donde ir. Ellos tratan de cuidarme, pero ¿cuánto tiempo puedo seguir así? No puedo moverme, no sé qué hacer. Decidí dejar mi trabajo en la tele, buscar algo que me llenara más, que me hiciera crecer, que me devolviera la fe en el periodismo o al menos la novedad fuera un aliciente, un síntoma de que avanzo. Pero aún no he encontrado nada y sigo en mi pequeño programa. Y ya noto cómo las fuerzas que me dió aquel día en el hospital, aquel punto de inflexión, se me agotan; noto como vuelve la inercia, y el vacío en el pecho, que duele, duele, duele y ya no sé dónde mirar. A veces quisiera arañarme la piel, gritar y aullar como una loca, romperme la garganta, apretarme las sienes con los puños... pero no lo hago. Sigo adelante como una autómata. Día tras día, mes tras mes.
Me miro en el espejo y a veces siento asco de esa mujer de cara pálida y ojos asustados. Veo mis pensamientos retorcerse incadescentes en el fondo de la angustia, pero esa cara redonda y abúlica de luna muerta me mira sin expresión.
Me pregunto cuál es el problema. Por qué me aterra vivir; por qué el resto sin ser mejores que yo son capaces de... ¿capaces de qué? ¿de vivir?
No siempre es malo, claro, ni siquiera tengo una mísera depresión. Sólo es el vacío, la nada, el absurdo.
Y a veces es bueno.
Cuando estoy con el pequeñajo o con mis amigos. Cuando me divierto en el trabajo, cuando encuentro un libro que me emociona. Cuando el sol incide de determinada manera en el agua, o los colores son más vivos, o el pequeño V. me estira del pelo. Entonces es genial y siento que la esperanza corre por mis venas, que tengo hambre de vida.
...
¿Lo hizo ella o fue Hamlet quien la mató?