Boca besada
Dante Gabriel Rossetti 1859
No subió a la habitación inmediatamente. Antes de hacerlo pasó por casa y salió de ella diez minutos después con una bolsa de deporte en la mano por todo equipaje. La bolsa parecía pesar pero la mujer avanzó hacia su coche con la mirada fija y los labios apretados. Dejó la bolsa en el asiento del copiloto y se senté al volante. Miró la bolsa con cansancio en los ojos fríos.
- Me pesas. Y ya no puedo más. – Las últimas palabras apenas se oyen.- No puedo más.
Cuando llegó al hotel, la joven de la recepción se inclinaba sobre la pantalla del ordenador y no levantó la mirada. Mejor, pensó la mujer, no tenía ganas de que nadie le hablara e interfiriera en su mundo. Ruido, siempre ruido, del exterior, gente parloteando, gente molesta. Estaba harta de la gente. Sólo en el silencio podía oír el ruido interior de sus pensamientos. Entró en el ascensor y tampoco encontró a nadie en él. Bien, pensó, silencio. Había un espejo en la pared del fondo y fijó la mirada en su rostro cansado mientras se elevaban. Estaba a punto de cumplir 44 años. El rostro no mostraba la misma firmeza de veinte años antes. Como si lo hubiera esculpido en arena de playa y ahora empezara a secarse y desmoronarse. Las mejillas ya no eran tan redondas ni los labios tan carnosos. Se deshacía. Desaparecía. Había algunos cabellos blancos en su pelo. Apartó la mirada de su imagen, repentinamente asustada, y dirigió su miedo hacia la bolsa de deporte que aún sostenía en la mano.
- Esto me lo has hecho tú y me lo he hecho yo. Soy tan responsable como tú y como el tiempo.
- Me pesas. Y ya no puedo más. – Las últimas palabras apenas se oyen.- No puedo más.
Cuando llegó al hotel, la joven de la recepción se inclinaba sobre la pantalla del ordenador y no levantó la mirada. Mejor, pensó la mujer, no tenía ganas de que nadie le hablara e interfiriera en su mundo. Ruido, siempre ruido, del exterior, gente parloteando, gente molesta. Estaba harta de la gente. Sólo en el silencio podía oír el ruido interior de sus pensamientos. Entró en el ascensor y tampoco encontró a nadie en él. Bien, pensó, silencio. Había un espejo en la pared del fondo y fijó la mirada en su rostro cansado mientras se elevaban. Estaba a punto de cumplir 44 años. El rostro no mostraba la misma firmeza de veinte años antes. Como si lo hubiera esculpido en arena de playa y ahora empezara a secarse y desmoronarse. Las mejillas ya no eran tan redondas ni los labios tan carnosos. Se deshacía. Desaparecía. Había algunos cabellos blancos en su pelo. Apartó la mirada de su imagen, repentinamente asustada, y dirigió su miedo hacia la bolsa de deporte que aún sostenía en la mano.
- Esto me lo has hecho tú y me lo he hecho yo. Soy tan responsable como tú y como el tiempo.
3 comentarios:
Sigue poniéndose interesante, querida Entro... Sigue pronto con esta historia.
Besitos
Aunque la arena se desmorone, seguro que sigue sabiendo a mar...
¿Portaba una cabeza en la bolsa? ;)
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