La mujer espera en el laberinto. En un lecho inmenso, cuadrado, con un dosel de gasas que tiemblan y susurran por corrientes misteriosas que lamen los pasadizos. Las antorchas hace tiempo que chisporrotean en las paredes de piedra. La mujer espera, acostada en esa cama gigantesca. En su mente, se entrecruzan las imágenes de la bestia, el increíble hombre toro que en algún lugar está cerca. Gime e imagina las manos cuadradas del hombre, inmensas, capaces de abarcar su rostro, sus pechos, su aliento en un solo gesto, capaces de hacerle temblar de deseo, de sed de él. El muslo de ella es más blanco en contraste con la velluda piel de él, muslo contra muslo, él en su interior, penetrándola, derramándose en ella, vertiéndose en el interior de su sexualidad, mezclando las esencias. La mujer espera y gime en la oscuridad.
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Sofía sentía una enorme melancolía por lo no vivido. Y así pasaba los días, deseando otro pasado y sintiendo cojo el presente; renqueando un poco más los días de lluvia y un poco menos los días de sol. Clara deseaba darle soluciones, plantar un huerto para su amiga; le urgía depurarla de nostalgias y embadurnarla de ganas, ganas, ganas. Ése era uno de sus defectos: intentar solucionar la vida del otro. Pero, ¿qué hacía con su dolor (el propio por el ajeno)? Sabía que, como a un hijo, uno debe dejar que se equivoque y, simplemente, estar ahí. Nunca creyó que querer era tan difícil de hacerse bien. Se sintió coja y quiso renquear en un día de lluvia cogida de la mano de su amiga, apretando mucho sus deditos finos entre la mano de ella. El olor a pino mojado quizá las inspirara. Nada más. Como los peces de río…
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